Recuperada ya de la resaca postbautismal me dispongo a hacerles la crónica de tan emotivo día. En primer lugar decir que me alegró enormemente ver a bastantes de los lectores de este diario que aceptaron la invitación y se presentaron con sus mejores galas en Palacio. Fue una pena que no vinieran todos los lectores invitados, pero siempre nos quedará la Primera Comunión.

A lo que importa: que ya soy oficialmente, o al menos ante los ojos de Dios, Leonor. No es que el nombre me guste especialmente, le había cogido cariño al Cova intrauterino, pero ya me estoy haciendo a la idea, y como papá y mamá ya han puesto mi nombre en el buzón de casa creo que ya es demasiado tarde para cambiar.

¿Vieron el bautizo por televisión? Supongo que sí, así que contarles lo mismo que vieron una y mil veces el fin de semana sería un poco estúpido, les contaré entonces cómo se sucedieron las cosas en el backstage. Todo comenzó el viernes por la tarde, cuando llegó toda la familia de Asturias. Un desfile de tías abuelas, primas lejanas y viudas de Rocasolano que no paraban de pellizcarme los mofletes y de repetir lo grande que estaba, todo lo que había crecido y que la última vez que me vieron en Salsa Rosa yo era así (mientras abarcaban con sus manos el tamaño de sus televisores de quince pulgadas). Después la doncella hizo pasar a todos al salón, sacó unas sillas y ahí que se sentaron todos a mi alrededor mientras comentaban lo mucho que llovía en Asturias, el buen color que tenía yo, lo bien decorada que teníamos la casa y cosas por el estilo a las que no hice mucho caso.

Cuando sí que presté atención fue cuando empezaron a sacar de sus bolsos de viaje chorizos, quesos y botellas de sidra que habían traído del pueblo. El tío chistoso de mamá, el que en la boda contaba chistes de franceses mariquitas a Alberto de Mónaco, empezó a decir que qué pena que yo no pudiera catar el chorizo. Todos le rieron la gracia. Maldita la gracia. Menos mal que su esposa dijo después que no me preocupara, que también para mí habían traído algo. Empezó a rebuscar en su bolso y adivinen lo que sacó… ¡unos patucos! Si no fuera por la cara de ilusión que ponen cuando me los dan pensaría que lo hacen con recochineo.

La noche avanzaba y las botellas de sidra se vaciaban. Los chistes de mi tío abuelo eran cada vez más vulgares y mientras papá se partía de risa al oír nombrar esa parte del cuerpo mamá empezaba a sonrojarse y dijo que se estaba haciendo tarde, que sería mejor que cada uno se retirara a sus aposentos. Las mujeres de la familia empezaron a amenazar con seguir sacando quesos de sus bolsos hasta que no les enseñara la ropa que me iban a poner para la ceremonia. Mamá accedió y casi me da un infarto cuando lo veo. Un faldón más viejo y desfasado que las camisas de chorreras. Y tan viejo… como que dijo mamá que se lo había puesto el abuelo Juan en su bautizo y el abuelo debe de tener por lo menos doscientos años. Yo empecé a ponerme malísima sólo de pensar que a la mañana siguiente saldría en todas las televisiones con semejante guisa.

Y el mal cuerpo me duró hasta que entramos a la capilla y vi al obispo que me iba a bautizar. Con las pintas que llevaba el hombre seguro que todos los comentarios se centrarían en su modelito en vez de en el mío. La misa fue bastante aburrida y, excepto cuando al tío Jaime se le escapó una ventosidad y todos los primos empezamos a reírnos, no pasó nada digno de mención. Después de la misa tocó posar para los fotógrafos. Fue una pena que Felipe Juan no viniera, porque siempre pone caras raras cuando nos sacan fotos y nos reímos mucho, pero es que la noche anterior salió y se quedó durmiendo en casa.

Después nos fuimos a comer porque habíamos hecho hambre después de tanto rato de pie. Estábamos ya dándole a los canapés cuando oímos un portazo. Era el señor obispo, que se había marchado de malas después de que el tío de mamá le contara el chiste del curita mariquita. Menos mal que no se lo contó antes de la ceremonia, porque si no nos quedamos sin bautizo y sin portadas de revistas. Como nuestra familia tiene algún privilegio, en Palacio aún se puede fumar libremente, y como el humo de los puros no es demasiado saludable para los niños salimos todos los primos a jugar al jardín. Haciendo gala del espíritu democrático que nos caracteriza votamos a qué ibamos a jugar y como faltaba Felipe Juan ganaron los catalanes por mayoría y acabamos jugando al balonmano. Estuvimos un buen rato jugando mientras los mayores tomaban el café y cuando ya empezaba a hacer frío en el jardín la abuela Sofía gritó “¡Todos los Santos!” y fuimos todos corriendo para el comedor.

Era la hora de abrir los regalos y sorprendentemente hubo tres personas que no me regalaron patucos. Mientras pienso qué hacer con el foulard avant-garde del tío Jaime me despido hasta mi próxima anotación.